jueves, 5 de marzo de 2009

PANEGÍRICO

…porque somos muchos.
Marcos: 5,9

Camino por la séptima con un único propósito: sobrevivir a este domingo. Me dejo impregnar por las voces de los que venden minutos, por el murmullo de los que pasan hablando solos o con alguien que desde hace rato no los escucha; mezcla de sonidos informes, pitos, motores que a lo lejos discuten con el trancón. ¿Qué hago aquí?, simple: me gusta la urbe.
La calle me conduce hasta el Parque Santander. Los toldos de libros atraen mi atención, voy hacia las cestas de los de a $1.000 y ahí están… fracasados, les insistí que no publicaran, que desistieran de esa vanidad: su nombre luce ridículo en letras de molde. En el extremo oriental de esta placita un reducto de la nación Sioux toca una tonada que me convoca... ¡Qué ultraje!, me sorprendo de mi decepción. Al frente está la capilla. Su puerta verde me jala.
El recinto colonial, cundido de oscuridad y leves destellos de luz de vela, me ofrece la vista interior de la Iglesia de San Francisco, así la llaman… Gentes de todo tipo transitan en silencio por sus pasillos que soportan sin mucha voluntad una penumbra que los aflige.
Me detengo y miro a unos que de rodillas elevan súplicas frente a una imagen de María Magdalena. Veo ese rostro estampado en el lienzo y huyo, herido por su manera de mirar. Voy hacia la puerta buscando el aire pestilente de la calle y tropiezo con un hombre que, presuroso, ingresa a este recinto de oración. Sus ropas son una costra de mugre que invade todo. Como una alimaña se arrastra hasta la pila del agua bendita; un segundo antes de meter sus manos en aquel líquido santificado me mira y sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Podría haberle dicho “hola Simón” pero no le digo nada, él sabe. Con descaro hace gala de su ritual: se lava la cara, se peina, se enjuaga, regurgita y nuevamente me sonríe. Ya no me importa, es uno más, vuelvo a ingresar y camino hacia el altar. Me siento en una de las primeras filas.
Tras la proclamación de las lecturas y del Evangelio, el sacerdote inicia su homilía. La bondad, la justicia, la redención… ¡Qué mamera! Recuerdo cuando me llamaban Justo, en el año 155, y le explicaba al emperador Antonino Pío estas prácticas de los cristianos. Como era previsible, me aburro. Este domingo no ha sido cosa fácil.
Un Jesucristo con pinta de metalero expone sus mechas en una capilla lateral y voy hacia él. Quiero escupirlo, pero decido que no vale la pena. Es demasiado pequeño. Se llama “Señor de la agonía” y si uno le pone una moneda en la alcancía que lo precede, antes de la reja, una lucecita se enciende. Tengo monedas, desde luego, pero no las voy a botar en eso…
Me largo… ¿Qué más podría hacer? Nadie ha reparado en mí: El Demonio, Satanás… y otros calificativos que niegan la verdad. ¡Fabulación sin sentido, mentira!, no soy nada de eso. Mi nombre es x el marido que le pega a su esposa, x el ladrón de carteras, x el gerente de banco, x el cura (Él mismo), x el estafador, x el adicto y x el lugares comunes equivalentes a tu nombre, lector.
Me quedo con mi panerígico: El Homicida, El Maligno, El Mentiroso, El Príncipe de este mundo. O, si lo prefieres, el que se hizo malo no por naturaleza, sino por albedrío.
Mala cosa, otra vez, no he sobrevivido a este domingo.